Domingo de historias

 

Un paseo por Barcelona

Las calles mojadas ahogan mis pasos mientras recorro el paseo marítimo. Ni siquiera a estas horas de la madrugada, la ciudad duerme en silencio. El ruido de los coches y, sobre todo, de los camiones, llega a mis oídos con más fuerza que las olas. Barcelona está viva, tanto de noche como de día.

Al llegar frente a la estatua de Colón, un recuerdo aflora entre la multitud de pensamientos que me acechan, la boda de mi hermano, al que ahora solo puedo ver en ellos y en sueños. Sonrío al recordar la incredulidad de mis tíos, cuando al preguntarle a mi padre si desde el restaurante podían ir hasta el mar, él les respondió que mi tío me llevara a caballito y que yo les conduciría hasta allí y luego los llevaría de vuelta a mi casa. Si mi padre levantara la cabeza, se reiría otra vez de la cara de incredulidad de ambos.

Distraída, no me fijo en las calles hasta que las luces del Teatro Apolo me deslumbran. Me maldigo en silencio al verme en la ancha avenida del Paralelo. Sin darme cuenta, he dejado atrás Las Ramblas, así que, sin pensarlo demasiado, me meto en el Raval, por la calle Teatro, aunque me arrepiento en seguida al ver a dos tipos sentados en un portal, con los ojos en blanco, junto a unas jeringas tiradas. Me doy la vuelta para regresar por donde he venido, pero otra pareja me mira y susurra entre ellos, con voces gangosas y titubeantes, debidas a algo más que una simple borrachera. Echo a correr, sin mirar por donde voy, con el único objetivo de llegar a Las Ramblas. Sin mirar si me siguen o no, vuelo entre las calles estrechas y malolientes hasta llegar a mi destino. Me detengo, jadeando, pero un extraño movimiento a mi espalda me obliga a correr de nuevo, sin prestar atención a las dos prostitutas que se apoyan indolentes en una esquina. Mantengo mi alocada carrera hasta que tropiezo con uno de los quioscos. Con lágrimas en los ojos, me cojo la pierna y miro hacia atrás. Nadie me sigue, pero unos transeúntes cruzan al otro lado de la calle para alejarse de mí. No me sorprende demasiado. Quizá a otra hora, alguien se atreviera a ayudarme, pero no cuando ni siguiera ha amanecido.

Con Las Ramblas casi vacías y cerca de la Plaza Cataluña, me atrevo a sentarme en un banco. El follaje de los árboles susurra con la brisa marina que me obliga a abrocharme la chaqueta. Más tranquila, camino despacio, contemplando los balcones llenos de flores. Se acerca Sant Jordi y eso se nota.

El amanecer trae consigo el despertar de la ciudad. Las calles se llenan de ruido, de coches y de transeúntes. Sonrío, sintiéndome a salvo entre la gente. Tampoco estoy muy pendiente del camino esta vez, porque en el Eixample es difícil perderte. C
on las calles perpendiculares, como una cuadrícula romana, siempre sabes dónde estás y si desorientas, solo tienes que buscar el Tibidabo o el mar. Caminando entre los árboles y los bloques de pisos, rodeada de gente a la que no conozco, me doy cuenta de que Barcelona es una ciudad preciosa y solitaria. Quién sabe si como todas las ciudades, pero, a veces, tengo la sensación de que es el único lugar del mundo donde puedes sentirte sola en medio del gentío.

A pesar de todo, cuando llego a mi portal y abro la puerta, me siento feliz de estar en casa, donde corro a abrir la ventana, para ver la copa de los árboles mecerse de nuevo, mientras los coches pitan y los transeúntes se apresuran para llegar a tiempo a sus destinos.

 

Cristina Rodrigo

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