Tal día como hoy ...

 se detonaron bombas atómicas por uno de los dos países que en aquel entonces lideraban la guerra fría, los EEUU:

El 12 de diciembre de 1962 en un pozo a 245 metros bajo tierra, en el área U3bu del Sitio de pruebas atómicas de Nevada (a unos 100 km al noroeste de la ciudad de Las Vegas), a las 9:25 (hora local) Estados Unidos detona su bomba atómica Madison, de menos de 20 kt. A

El 12 de diciembre de 1963 en un pozo a 130 metros bajo tierra, en el área U3gq del Sitio de pruebas atómicas de Nevada (a unos 100 km al noroeste de la ciudad de Las Vegas), a las 7:00 (hora local) Estados Unidos detona su bomba atómica Bay Leaf, de menos de 20 kt.



El 12 de diciembre de 1972 en un pozo a 271 metros bajo tierra, en el área U3gi del Sitio de pruebas atómicas de Nevada (a unos 100 km al noroeste de la ciudad de Las Vegas), a las 8:30 (hora local) Estados Unidos detona su bomba atómica Tuloso, de 0,2 kt, la bomba más pequeña hasta la fecha.

Tardaron diez años en reducir sus bombas de 20 kt (kilotones) a 0,2 kt.

Pero ¿por qué todas estás pruebas?

Para muchos expertos, el lanzamiento de la bomba atómica sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki supuso el comienzo de la guerra fría. Por un lado se trataba de dar un golpe de autoridad y por otro, de detener la expansión soviética por el Pacífico – que ya había invadido la mitad de Corea –, recordando que los que habían muerto en aquella zona eran los marines norteamericanos. Stalin, que conocía la existencia del ‘Proyecto Manhattan’ desde 1942 gracias a sus espías en Norteamérica, exclamó al conocer el ataque nuclear: “El equilibrio se ha roto, no podemos tolerarlo”.

Los científicos soviéticos llevaban tres años trabajando en su propio proyecto atómico pero carecían de la cantidad suficiente de uranio para iniciar los experimentos. Un uranio que Stalin se cuidaría de obtener en la invasión de Berlín, robándolo del Instituto  de Física Kaiser Guillermo II, al tiempo que se llevaba a Moscú a los científicos Peter Thiessen y Ludwig Bewilogua para impulsar la ‘Operación Borodino’, aunque los alemanes más relevantes en la experimentación atómica – Heisenberg, Von Laue, Von Weizëcker y Hahn, galardonados con el Premio Nobel de Química – ya habían sido trasladados a Londres. A pesar de estos eminentes científicos y de que Londres había colaborado en el Proyecto Manhattan, Rusia logró la bomba atómica en 1949, mientras que Gran Bretaña lo haría tres años más tarde, en 1952.  

Stalin restablecía el equilibrio perdido en agosto de 1949 y desde entonces ambas potencias iniciaron una desaforada carrera por tener más y mejores armas de destrucción masiva. En 1953 Estados Unidos diseñó un primer prototipo de la bomba de Hidrógeno y un año después, la Unión Soviética contaría con el primer modelo ya operativo y lo haría estallar. A mediados de los años cincuenta ambas superpotencias contaban con un arsenal suficiente para borrar del mapa a la otra y ninguna podía evitar que la otra hiciera lo propio. La relación entre Moscú y Washington se ajustaba perfectamente a la famosa definición que Raymond Aron hizo de guerra fría: “un estado de guerra improbable y de paz imposible”.

En los años cincuenta y sesenta la propaganda de ambos países recrudeció la guerra fría intensificando la sensación de peligro ante una guerra nuclear que parecía inminente. Ambos países recurrían de forma sistemática a la existencia de una conspiración, ya fuera de signo comunista o imperialista, en su propio territorio. En Estados Unidos se desató una auténtica cruzada anticomunista que tuvo su paroxismo en la figura del senador McCarthy y que identificaba a los izquierdistas con antiamericanos, cuando no traidores a la patria. En la Unión Soviética las purgas contra los sospechosos de defender el imperialismo, bajo la acusación de sabotaje, fueron constantes y sistemáticas, aunque mucho menos conocidas en occidente.

En medio de este caldo de cultivo, John F. Kennedy llegaría a la presidencia en 1960 y dos años después tendría que enfrentarse a la mayor crisis nuclear de la historia. La crisis comenzó cuando Estados Unidos detectó una base de misiles nucleares soviéticos en territorio cubano, a menos de cien millas de Miami. Reunido con su gabinete de crisis, el presidente tuvo que desautorizar a quienes le recomendaban bombardear inmediatamente la base, optando por la solución diplomática. Esta vía tenía ciertos inconvenientes. En primer lugar, Kennedy era un presidente joven y bisoño y muchos pensaban que Nikita Jruschev se lo merendaría en un duelo personal, entre ellos el propio Nikita Jruschev. Además, la política exterior de Kennedy había comenzado con mal pie tras su apoyo al desembarco de Bahía Cochinos, precisamente en Cuba, y su posterior abandono de la causa.

Kennedy pudo desquitarse de aquel inicio titubeante con una gestión de la crisis asombrosa. Primero se dirigió a los americanos con un mensaje tranquilizador, pero también valiente, explicando por qué no podía tolerar los misiles. Después bloqueó militarmente la isla, desplegando la flota y la aviación estadounidense en el momento de mayor tensión de la crisis. Por último, inició las negociaciones con los soviéticos, manteniéndose inflexible en su reivindicación sobre los misiles al tiempo que abría la mano con Jruschev para no herir su orgullo, concediéndole ciertas contrapartidas como la retirada de sus bases en Turquía.

Finalmente, ambas potencias alcanzaron un acuerdo y Moscú inició la retirada de los misiles. Muchos soviéticos pensaron que Jruschev había sido humillado y el mundo conoció el aplomo de aquel joven y carismático presidente que un año después sería asesinado en Dallas.

Estados Unidos llegó, por primera vez en su historia, a un nivel de alerta Defcon 2. El siguiente nivel suponía un ataque inminente y obligaba a una respuesta. Habida cuenta del éxito de la vía diplomática, Washington y Moscú acordaron la creación del llamado ‘teléfono rojo’, una línea directa entre ambas superpotencias para épocas de crisis que agilizase la comunicación y evitase malentendidos.


En principio, el ‘teléfono rojo’ se limitó a un cable de teletipos, puesto que los mensajes escritos eran más claros y reducían la posibilidad de una mala interpretación, pero luego se añadió una línea telefónica de voz. En 1970, se conectó una línea vía satélite, que permitía intercambiar mapas y fotografías.  El teléfono rojo se implantó por primera vez el 30 de agosto de 1963, hace más de cincuenta años.

Y algunos de nosotros todavía recordamos la gran película de Stanley Kubrick, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, interpretada por un magnifico Peter Sellers, basada en el libro Red alert de Peter George.




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