Lunes de cuentos: Donde los sueños se hacen realidad.




Donde los sueños se hacen realidad.

Así rezaba el cartel de aquel sórdido local. Me importaba un carajo si podía alcanzar mis sueños. Pensándolo mejor, prefería mantenerme alejado de mis peores pesadillas. Me quedé frente a la puerta un instante. A mi mente acudieron toda suerte de improperios. Aquello no era más que un eslogan de garito cutre y polvoriento en el que, con un poco de suerte, tendrían una habitación libre.

Todavía renegando, entré.

La luz me cegó. Quise sacar mi bláster, pero mis dedos se cerraron en el aire. Desconcertado, miré mi cinturón. No quedaba nada de él. Una suave y cálida túnica era ahora mi atuendo. A mi alrededor, solícitas camareras se apresuraron a servirme un cóctel. Antes de que me diera cuenta, estaba tumbado en una bañera de hidromiel, disfrutando de la vista panorámica del Monte Heisen.

Me estremecí. Era uno de mis sueños. aunque jamás había logrado disfrutar de él. Siempre aparecía alguien dispuesto a fastidiarlo.

Oí una risa a mi espalda que me heló la sangre. Me di la vuelta para quedar frente a mi oponente. Herstog de la casa de Hiel.

En una fracción de segundo, cruzaron por mi mente un sinfín de movimientos que me permitieran atacarle. Todos acaban conmigo yaciendo inerte, mientras el humo del disparo se alzaba en aire, testimonio silencioso de mi muerte. Cerré los ojos, preparándome para lo inevitable.

El ruido sordo de un fardo al caer al suelo me sobresaltó. Desconcertado, contemplé el cuerpo sin vida que yacía ante mis pies. No era el mío.

Deja de boquear como un idiota y recoge tus cosas susurró una voz cortante como el hielo.

Mis ojos se cruzaron con los de ella.

No era difícil suponer que se trataba de una trampa. ¿Dónde tus sueños se hacen realidad? ¿Bromeas?

Pero ¿cómo? mi voz sonó pastosa. Tosí en un vano intento de recuperarla.

Ella agarró bruscamente mi muñeca izquierda y volvió el antebrazo hacia mí. Casi imperceptible, pude observar un minúsculo picotazo.

Krasien. Es la droga de moda ahora. Te deja inconsciente un par de horas. Tiempo suficiente para llamar a los que han puesto precio a tu cabeza. Por una suculenta suma, preparan una divertida cacería. Adivina como debería haber terminado.

Gracias Ernia por una vez, mi agradecimiento era sincero.

Guárdatelas para otro momento, Barstok de la casa de Fener. Estaba buscándote. De otro modo, ahora serías un cadáver.

Ernia de la casa de Hunt. Fría, calculadora, asesina. Ahí estaba, confesando que necesitaba a un tipo como yo. Eso no podía significar nada bueno. Me vestí, sintiéndome extrañamente desnudo ante ella. Turbado, ajusté mi cinturón y salí de la habitación, siguiendo sus pasos firmes. Como sospeché, el local era un garito de mala muerte. Sentí la necesidad de volver y cerciorarme que la habitación donde había estado a punto de morir pertenecía a aquel tugurio.

Una holocabina de placer —farfulló Ernia.

Me di la vuelta, furioso conmigo mismo. Debería haberme dado cuenta yo solito, en cuanto vi aquellas bellezas contemplándome. Apreté el paso. Empujé la puerta y seguí caminando con la firme decisión de no volver jamás. Me detuve de golpe, provocando que Ernia tropezase conmigo. Ignoré sus improperios. Apreté los puños y eché a andar, deshaciendo mis pasos.

Espera, ¡maldita sea! —gritó Ernia, empujándome contra un callejón.

Me revolví furioso. Deshaciéndome de su agarre la bloque y la encasté en la pared. Su mirada suplicante me desconcertó de tal modo, que solté levemente sus brazos. Ernia se escurrió como una serpiente. Desafiante, sus ojos fríos se clavaban en los míos. Durante un instante, la mujer no pudo ocultar la desesperación que la embargaba. Un momento de debilidad que no pasó desapercibido al cazador, que llevo dentro. Un nombre se dibujó en mis labios.

Uria.

La mujer dejó caer sus brazos indefensa.

Uria —repetí, acercándome, hipnotizado ante ella.

Aléjate de mí.

Golpeó mi pecho, empujándome hacia atrás. Caí sobre los cubos de basura, provocando un estruendo. Algunos clientes del local salieron alertados por el escándalo. Ernia me apartó, arrastrándome hacia la oscuridad.

¿Qué?

¡Cállate, estúpido!

Apretados el uno contra el otro, rememoré mi juventud en Seliak, la provincia campestre de Kriak. El lugar más hermoso de todo Selenor. Allí en los brazos de Uria, mi Uria, había conocido el amor verdadero. Y allí, al regresar de la Guerra de Krens, había descubierto la desesperación tras conocer la muerte de la única mujer que había amado. Aquella a la que ahora tenía entre mis brazos.

Olvidando toda precaución, la aparté de un empujón.

Tú, tú, me dijeron que habías muerto, ¿por qué? —susurré, con la voz cargada de odio.

¿Qué?

Tu padre me contó que habías perecido en el Abismo de Kriak, durante el enfrentamiento con los Reloks.

No, eso no es posible.

¿Qué pasó? Decidiste que era mejor vivir sin mí y no tuviste el valor de mirarme a los ojos y confesar tu traición. ¡Por Rannok! ¡Qué importa ya, si ni siquiera te reconozco! ¡Mírate! Ni tus ojos son ya del color que recuerdo.

¿De veras? ¿Qué hay de ti?

¿De mí?

Cuando te vi por primera vez, quise correr a tu lado y te lanzaste en brazos de aquella ramera. ¿Cuánto luto guardaste?

El día que supe que habías muerto, morí. No importa con cuantas mujeres me haya acostado. Ninguna de ellas eras tú.

Ernia retrocedió un paso. Pude ver como las lágrimas amenazaban con romper la barrera cínica que había levantado a su alrededor. Me volví y empecé a caminar, alejándome por el angosto callejón.

Tienen a mi hija.

Fue como si me hubieran lanzado un rayo paralizador. Podía sentir mi corazón a punto de detenerse. Me quedé inmóvil, sin girarme hacia ella. Aunque no lo fuera, la ayudaría, pero necesitaba oírlo de sus labios. Se demoró un instante. Casi podía sentir su duda retumbando en mi corazón.

Nuestra hija.

Apreté los puños con tanta fuerza que noté cómo unas gotas de sangre resbalaban por mis dedos. Me revolví furioso. Asustada retrocedió un paso.

¿Quién la tiene?

No estoy segura.

¿Quién la tiene?

¡No lo sé! ¡Por Rannok que no lo sé! Discutimos y salió en tu busca. Perdí el rastro en ese maldito tugurio.

¿Sabe de mí?

No, sí, bueno, ese fue precisamente el motivo de nuestra discusión. Descubrió que no habías muerto.

Asentí, intentando alejar de mí el dolor. No podía permitir que me arrasará como sucedió en el pasado. Mi hija, de la que ni siquiera sabía su nombre, me necesitaba.

No podemos entrar y destrozarlo todo —me advirtió, conociendo de sobras lo que estaba pasando por mi cabeza.

¿No? —gruñí.

Te necesito con la cabeza fría. Si alguien la ha secuestrado, puede que sea por ti.

¿Por mí?

¿A quién te crees que buscaba, idiota?

Si ha preguntado demasiado por mí, alguien puede haber pensado que sería un buen cebo. Ha acertado —gruñí.

Por eso no puedes lanzarte como un poseso a destrozar todo lo que encuentres. Sólo serviría para llamar la atención. Los de ese garito llamaron a Herstog, que no era precisamente un tipo con mucho cerebro. Él no la tenía, de eso estoy segura, así que debemos averiguar quién la ha secuestrado, sin llamar la atención —recalcó.

Asentí. Tenía razón, pero algo me inquietaba lo suficiente como para no abandonar aquel lugar. Mi instinto me decía que había algo más.

No lo destrozaré, pero no me iré. Nos esconderemos en ahí —dije, señalando un piso desvencijado. Su ventana quedaba enfrente del garito, convenientemente oculta por un panel de propaganda.

Oí unas cuantas maldiciones a mi espalda que ignoré. Subí por la escalera de incendios. Estaba a punto de entrar por la ventana. Eria no me había seguido. Sentí un extraño resquemor. ¿Cómo podía haber cambiado tanto como para no reconocerla? ¿Qué había pasado para que Uria se convirtiera en aquella mujer tan fría y terrible? Miré mis brazos llenos de cicatrices. Tampoco yo era el mismo. Pero al menos, sabía qué me había llevado hasta allí. Me revolví al oír la puerta a mi espalda.

¿Piensas dispararme?

Enfunde mi bláster sin poder articular palabra. Eria se había soltado la trenza. Su cabello, ligeramente iluminado por la luz de la calle, relucía pelirrojo como antaño. Sus ojos volvían a ser del color verde que tanto adoraba.

¿Qué? —logré articular.

No tiene sentido que oculte mi aspecto. Ya sabes quién soy.

Supongo que por eso siempre te he admirado.

Esta vez fue ella quien se quedó sin palabras. Pude ver la sorpresa en su rostro y el dolor, un profundo dolor.

¿Qué pasó?

No es el momento —gruñó.

­—Tenemos todo el tiempo del mundo, vamos a quedarnos aquí hasta que aparezca alguien interesante.

Eria se quedó mirándome. Nunca había podido mantenerme firme ante ella, ni como Uria, ni como Eria.

Los del garito saben que no he muerto. Llamarán a otro postor. Otro que le interese demasiado mi cabeza. Cuando aparezca, puede que averigüemos algo.

Si le reconocemos.

Reí sorprendido ante su ingenuidad.

No somos tantos en este negocio y menos, los que pueden urdir un plan semejante.

Eria no respondió, pero se sentó junto a mí, de forma que podía vigilar la entrada de aquel tugurio. Durante un rato permanecimos en silencio, sin apartar la vista de nuestro objetivo.

¿Cómo se llama? —pregunté.

Necesitaba saberlo, necesitaba conocer a la hija que nunca pude abrazar.

Ailin.

Un nombre precioso —murmuré.

Un pesado silencio cayó de nuevo sobre nosotros. Tenía tantas cosas que preguntar que no era capaz de articular palabra. Me sentía buceando entre el mar de la rabia y el del anhelo por abrazarla.

Cuando mi padre se enteró de que estaba embarazada, me repudió. Tuve que huir. En ningún lugar me dieron cobijo por temor a él. Sólo Ernom, de la casa de Ferler, se atrevió a ayudarme. Me propuso casarse conmigo para darme un apellido, ahora que carecía de él. Te amaba demasiado para aceptar. Además, estaba convencida de que cuando la guerra terminara, tú regresarías a por mí. Estaba decidida a esperarte, junto al bebé que estaba en mi interior. Ernom parecía decepcionado, pero accedió a ayudarme. Le dejé una carta para ti y me marché a Luernen. Allí pasaría desapercibida. Pero la guerra terminó y tú no aparecías. Nació Ailín. El dinero se estaba acabando y tenía que cuidarla. Lo uno llevó a lo otro y terminé convirtiéndome en cazarrecompensas.

Lo dijo como si fuera lo más normal del mundo.

Sí, es lo más lógico, convertirse en cazarrecompensas.

Tú lo eres.

Fui soldado, ¿recuerdas? Me reclutaron a la fuerza. No era algo que yo quisiera hacer. Tras año y medio en el frente, resultó ser lo único que podía hacer.

¿Y tus padres?

Muertos. Sus propiedades en manos de los bancos. Nada me ataba ya allí sin ti.

¿Y la carta?

Su susurro fue casi inaudible. Volví la vista hacia ella. Temblaba de pies a cabeza, pálida como un muerto. Las lágrimas corrían libremente por sus mejillas.

Nunca la recibí.

Eria clavó la vista en la entrada del local, incapaz de sostener mi mirada. Se tensó al ver a un hombre con gabardina negra. Me levanté y le apunté. Eria saltó sobre mí. Rodamos en un breve forcejeo. Ella acabo encima, apuntándome con la pistola. Me di cuenta de que me gustaría estar en esa postura sin la pistola de por medio. De un manotazo la aparté. Sin darle tiempo a reaccionar, la tomé entre mis brazos y la besé. Gruñó, pero demoró sus labios en los míos.

No es el momento —susurró sin apartarse.

¿Por qué no me has dejado dispararle? Sabes que es él.

Me apoyé en su hombro, dejando que su pelo me cubriera el rostro. Aspiré su dulce aroma. Contuve un estremecimiento. Ella tenía razón. Intenté imaginar a Ailín. Curiosamente, se parecía mucho a su madre. Me levanté de un salto, tirando a Eria.

Eres un tipo extraño, lo sabes, ¿no? —gruñó con cara de pocos amigos.

¿Qué?

Casi —dejó la frase en el aire con un elocuente gesto —y de repente me lanzas al suelo como un burdo paquete.

Ailín —murmuré.

Asintió. El dolor regresó de nuevo a su rostro.

¿Por qué? —no pudo terminar la frase. Eria, la mujer más valiente que había conocido, estaba a punto de derrumbarse. La abracé con fuerza.

Ernom nunca me dio la carta.

Ella alzó la vista sorprendida.

¿No lo ves? Esto no es por mí. Es por ti. Le rechazaste y ahora busca su venganza. Quiere borrarme de tu existencia.

La matará —aseguró. Su voz sonaba vacía.

No sin antes enseñarme lo que me he perdido. Esa será nuestra baza. Dejaré que me capture.

¡No!

Su grito me conmovió. Esbocé una sonrisa.

Te tengo a ti, para cubrirme las espaldas.

La abracé con fuerza y la besé. Antes de que pudiera impedírmelo, salté hacia la venta y bajé veloz como un rayo por la escalera antincendios. Ernia no me siguió. suspiré aliviado. Sin permitir que las dudas me detuvieran, entré como un poseso en el local. Localicé a Ernom a un lado de la barra. Saltando por encima de las mesas me planté frente a él y le lancé un puñetazo que le derribó por los suelos. Sin darle tiempo a reaccionar, lo agarré por la pechera de la gabardina. La sangre resbalaba por su boca. Un pequeño placer añadido.

¿Por qué has intentado matarme? ¿Creías que no te reconocería? —gruñí.

Detrás de mí, oí el ruido de varios bláster saliendo de su funda. Tuve que contener una sonrisa. Aficionados. Se habían dejado atrapar por el espectáculo de mi entrada triunfal. Ninguno de ellos se percató de la entrada de Eria, que se escabulló entre los demás clientes.

Eso es algo que vas a descubrir de inmediato —respondió Ernom con la voz cargada de odio.

Me dejé conducir hacia el sótano. Abrieron la puerta y me empujaron hacia dentro. Cerraron rápidamente tras de mí. Sorprendido, me volví hacia ellos. Una fuerte patada me hizo rodar por el suelo. Magullado, reaccioné lo suficiente para coger una delgada pierna con botas de cuero y pantalón negro que intentaba golpearme de nuevo. Lancé a mi oponente por los aires. No pesaba demasiado. Salió despedida más lejos de lo que pretendía. Al caer se oyó un golpe sordo y un gemido. De repente, supe quién era.

Será interesante observar este reencuentro.

¿De qué estás hablando? —farfullé.

Tenía todos los músculos en tensión. Quería correr hacia mi pequeña, que seguía tirada en el suelo sin moverse. Pero eso me delataría. Ernom sabría que Eria había hablado conmigo.

¿No conocías a tu pequeñita ramera?

Si le hubiera tenido delante, habría muerto al instante. Me conformé con tomármelo como la señal para correr hacia mi hija. La portezuela de comunicación se cerró, dejándonos sumidos en la más profunda oscuridad. Me arrastré con cuidado hacia el lugar donde la había visto por última vez. Al notar mi mano, intentó alejarse, lo que causo otro gemido. Me estremecí. Sentí un dolor mucho más profundo que cualquier herida que hubiera sufrido hasta entonces. La abracé con fuerza susurrando mi nombre.

¿Eres tú de verdad? —preguntó asustada.

Eso parece, ¿cómo te llamas? Ni siquiera sé tu nombre.

Recalqué las últimas palabras, con la esperanza de que ella captara que mentía.

Ailín.

¿Por qué no has venido antes? ¿Por qué nos abandonaste? ¿Por qué?

No dejé que terminara la frase. La abracé con más fuerza y puse mi dedo sobre sus labios.

No te esfuerces. Deja que vea dónde estás herida.

¡O sí! Hay una gran luz para eso.

Reí con ganas. No había podido ver su rostro, pero desde luego en carácter, se parecía a su madre.

Anda, dime dónde te duele.

En la barriga.

¿Puedes intentar moverte?

¡Ay! Sí, pero duele mucho.

Tranquila, sólo es una magulladura.

Noté que asentía. Y algo más. Estaba llorando. Suspiré. Sentir su tristeza, era un dolor que nunca había experimentado.

¿Tu madre te contó que fui a la guerra? —ella asintió de nuevo —No fui por voluntad propia. No hubiera abandonado a tu madre jamás. Menos aún, si hubiera sabido que estaba embarazada. Al terminar la guerra, regresé a nuestro pueblo natal. Tu abuelo me contó que Uria había muerto. Eso me destrozó. Hui a la ciudad, incapaz de quedarme en el lugar dónde todo me recordaba a ella. Una cosa me llevó a la otra y me convertí en cazarrecompensas.

Mi madre dice que eres un golfo.

No le falta razón —noté que se revolvía —¿qué sentido tiene estar con una mujer si no es ella?

Su abrazo me sorprendió más que nada en el mundo. Se lo devolví y lloré junto a ella. De repente, se abrió la puerta, deslumbrándonos un instante. Mi instinto de cazador me empujó a rodar por el suelo. El impacto del bláster destrozó el suelo. Me levanté de un salto, colocando a Ailín detrás, al mismo tiempo que desenfundaba el pequeño bláster, que los ineptos de sus guardaespaldas no habían encontrado. Fuera, los gritos de los clientes me indicaron que Eria había hecho su propia aparición estelar. Con la sonrisa en los labios, disparé a Ernom. Su pistola salió despedida, con un grito de dolor.

Por cierto, Ernom, ¿no te había contado que Eria y yo nos habíamos reencontrado?

Un grito gutural surgió de su garganta. Se lanzó contra mí, como un animal enloquecido. Rodamos por el suelo. Oí dos gritos a mi espalda. Uno de ellos dijo papá. Eso me dio una fuerza inhumana. Doblé las piernas y lancé una fuerte patada a su abdomen. Salió disparado contra la pared, cayendo con un ruido sordo. La sangre brotó de su cabeza. Me levanté y ellas corrieron a mi encuentro.

Quizá éste sí sea el lugar donde los sueños se hacen realidad —murmuré.

Miré fijamente a Eria, a mi Eria y la besé como nunca había besado a otra mujer. A mi espalda oí un exabrupto, que dibujó una sonrisa en nuestros labios.


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